La existencia de varios aeropuertos públicos prácticamente carentes de tráfico no desanima para seguir proyectando y construyendo más. Lo hace AENA, ente dependiente del Ministerio de Fomento, y también algunos grupos pretendidamente privados que, horadando un poco su accionariado, resultan no serlo tanto.
Así, la geografía española se va poblando de una red de infraestructuras discutibles que no sólo precisan una cuantiosa inversión de recursos, sino que generan unos costes de explotación, operación y mantenimiento que inevitablemente contrastan con carencias en otras modalidades de movilidad y transporte que no se acaban de solventar.
Esta semana debía haber entrado en servicio una de las iniciativas más controvertidas y agitadas de los últimos tiempos, el finalmente denominado Aeropuerto Central Ciudad Real, pero su apertura operativa ha quedado pospuesta sin fecha, al parecer por falta de cumplimiento de los requisitos medioambientales y la consiguiente denegación de la preceptiva licencia por el Ministerio de Fomento. Inicialmente, estaba programado un par de vuelos regulares a Barcelona y Gran Canaria que se han debido cancelar.
La idea de construir un gran aeropuerto en La Mancha surgió a mitad de la década de los años 90, en gran medida auspiciada por el Gobierno autonómico, con la declarada pretensión de ser alternativa a Madrid-Barajas, dotándolo de una estación (parada) del AVE a Sevilla y conexión directa con la autovía A-4 que enlaza la Meseta con Andalucía. Para ello, se proyectó construir dos pistas de 4,6 kilómetros y habilitar una capacidad teórica de 30 millones de viajeros anuales, así como desarrollar un vasto complejo hostelero y de ocio.
Sucesivos avatares han conducido, sin embargo, a una realidad distinta: se ha construido una única pista, la capacidad de tráfico se ha reducido a 9 millones de pasajeros/año y la habilitación de una parada del tren de alta velocidad no se ha llegado a concretar. No menos llamativa ha sido la sucesión de denominaciones: Ciudad Real, Don Quijote y Madrid Sur, quedando ésta desechada por la amenaza de la Comunidad capitalina de denunciar ante los tribunales la presunta utilización indebida de sus signos distintivos.
Al final, según cifras oficiales, se han invertido 1.100 millones de euros en una infraestructura cuya entrada en operación se ha congelado sine die, añadiendo un poco más de incertidumbre a su viabilidad. Para unos, todo el proyecto carece de solidez. Para otros, hay que acoger con suspicacia el papel del Ministerio de Fomento, presuponiendo que su dependiente AENA vería con preocupación la competencia potencial del nuevo aeropuerto frente a Madrid-Barajas. Una aproximación más desapasionada señala lo poco propicio del momento presente para captar tráfico de pasajeros y mercancías en un entorno poco urbanizado, menos habitado y cuyo único aparente atributo consiste en distar 200 km de Madrid. ¿Habrá tenido que ver?
Independientemente del futuro que vaya a aguardar a esta nueva instalación y haciendo abstracción del carácter más o menos privado de la inversión acometida, la realidad es que se sigue echando en falta una asignación más racional y contundente de prioridades o, por decirlo de otra forma, una planificación intermodal que jerarquice las distintas opciones: carretera, ferrocarril, avión..., aunque sólo sea para evitar que unos enclaves anden sobrados, teniendo de todo más de lo que estrictamente precisan, mientras los hay que padecen estrangulamientos por insuficiente dotación. En los últimos años ha habido algún intento de introducir más racionalidad, pero la realidad es que el ingrediente político-territorial, la aspiración de inaugurar equipamientos, ha acabado pesando más que la probada necesidad.
Enrique Badía
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